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En la noche del 13 de abril del 2009, la rutina nocturna de la carretera Panamericana Sur se convirtió en una escena de horror. Un bus interprovincial de la empresa Costeño, que había partido de Lima rumbo a Pisco, se desplazaba con confianza por el asfalto, recogiendo pasajeros adicionales en el camino. Pero la ilusión de un viaje tranquilo se desvaneció cuando, en un tramo despejado de la ruta, el conductor, que había descansado muy poco, se enfrentó a una visión aterradora: la parte trasera de un camión-cisterna de gas licuado. En un instante, el bus se estrelló violentamente contra el vehículo, se incendió en segundos, y como si fuera un soplete gigante dejó a la mayoría de los pasajeros muertos, carbonizados, incluidos el piloto y su ayudante.
Eran cerca de las 11 de la noche, el lunes 13 de abril del 2009, cuando Anatolio Aquije Chacaliaza, un experimentado chofer de 57 años, vivió sus últimos segundos al volante de un bus interprovincial de la empresa Costeño. En medio de la oscuridad del kilómetro 165 de la Panamericana Sur, el tiempo pareció detenerse. Anatolio, aferrado al timón con desesperación, solo alcanzó a sentir cómo el fuego lo envolvía con una rapidez devastadora.
El camión de la empresa Vita Gas avanzaba con cautela por el kilómetro 165 de la Panamericana Sur. Su carga, unos 10 mil galones de gas licuado, era un peligro que obligaba a su chofer a mantener una velocidad lenta y constante. Pero aquella noche, el silencio fue roto por un estruendo que sacudió el vehículo, desprendiendo las válvulas de gas que quedaron expuestas dentro del bus interprovincial de la empresa Costeño.
La escena fue de pesadilla. El gas, libre y letal, se filtró primero en la cabina del bus como una amenaza invisible. Una chispa bastó para desatar el desastre: el gas se transformó en un fuego voraz que irrumpió como un gigantesco lanzallamas dentro del vehículo interprovincial.
En cuestión de segundos, las llamas se expandieron furiosamente, envolviendo el interior del bus en una bola de fuego que alcanzó hasta 40 metros de altura. El bus, que había partido horas antes desde Lima rumbo a Pisco, se convirtió en una antorcha metálica. El bus quedó casi derretido sobre el asfalto, vencido por las llamas que iluminaron la carretera.
Según los bomberos que llegaron al lugar, la temperatura dentro del bus alcanzó los 1.200 °C, suficiente para consumir todo a su paso. La mayoría de los pasajeros no tuvo tiempo de reaccionar; el infierno se desató en un abrir y cerrar de ojos, dejando tras de sí un aterrador escenario en el kilómetro 165 de la Panamericana Sur.
Los pasajeros de las primeras filas del bus Costeño quedaron atrapados por las llamas, sin posibilidad de huida. Sin embargo, en las últimas filas, un grupo de personas logró escapar a través de una ventana; saltaron como pudieron, de cabeza, no importaba, con tal de salvar sus vidas.
A estos pocos afortunados se unió el chofer del camión cisterna, quien también sobrevivió a pesar de sufrir graves quemaduras en todo el cuerpo. La suerte y rapidez de reflejos fueron las únicas aliadas de estos sobrevivientes, los cuales presenciaron cómo el fuego consumía todo a su alrededor. El cuadro era de terror y desesperación, pero también de valentía y supervivencia.
En un instante, 20 pasajeros perdieron la vida, totalmente carbonizados por las llamas que consumieron el bus interprovincial. Para mantener el orden, 40 policías se desplegaron en la zona, mientras los bomberos trabajaron incansablemente durante toda la madrugada ante un incendio que no se extinguía debido a la cantidad de gas del camión.
El esfuerzo de los “hombres de rojo” fue admirable: utilizaron 100 mil galones de agua y unos 200 kilos de espuma para controlar el intenso fuego del bus Costeño. Alrededor de 70 bomberos de diversas estaciones se unieron para enfrentar el siniestro. Los efectivos de San Vicente, Imperial, Chilca, Lurín y Chincha se desplegaron en el lugar y recibieron el apoyo de sus colegas de los distritos limeños de Barranco y Miraflores. (EC, 15/04/2009)
¿VÍAS PERUANAS O CARRETERAS DE LA MUERTE?
A fines de la primera década del siglo XXI, durante el segundo gobierno de Alan García (2006-2011), los accidentes de tránsito se convirtieron en una constante en las carreteras peruanas. Las rutas interprovinciales, en particular, se revelaban como las más peligrosas de la región. Las noticias de choques y colisiones eran moneda corriente, dejando un rastro de víctimas mortales y heridos en su paso.
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En un contexto de creciente inseguridad vial en el Perú, especialistas y autoridades como la Defensora del Pueblo, Beatriz Merino, no dudaron en expresar su disconformidad ante la realidad de accidentes cotidianos que parecían no tener fin. Merino reclamó en los medios de comunicación que no debíamos resignarnos a vivir en un país donde las carreteras eran escenarios de tragedias diarias.
Su llamado a la acción fue claro: era inaceptable que la falta de medidas efectivas del Gobierno Central deje a la población expuesta a un riesgo constante: “Como defensora del Pueblo, no acepto con resignación que siga pasando el tiempo y cada año sigan muriendo miles de personas en nuestras pistas y carreteras”, dijo a El Comercio, mientras el dolor público ante el horror del accidente en Cañete no cejaba. La opinión pública estaba indignada.
Esa misma mañana del martes 14 de abril de 2009, los periodistas de El Comercio recogieron escalofriantes testimonios: “Eran como dos bolas de fuego que rodaban por la arena, trataban desesperadamente de apagar las llamas”, así comentaba un testigo, pero no se refería a alguna parte del bus o del camión, a una llanta o asiento, hablaba de dos sobrevivientes, de dos personas que habían salido por la ventanas con las ropas en llamas.
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Los peritos de la Unidad de Investigación de Accidentes de Tránsito de la PNP hicieron su trabajo con los sobrevivientes y fueron determinando ese mismo 14 de abril que “el chofer del ómnibus, Anatolio Aquije Chacaliaza, de 57 años, conducía con claros síntomas de cansancio y a cierta velocidad”. (EC, 15/04/2009)
CAÑETE: LOS OCHO SOBREVIVIENTES DEL BUS INFERNAL
Para algunos pasajeros del fatídico bus Costeño, sentarse en las últimas filas fue la diferencia entre la vida y la muerte. Ya fuera porque llegaron tarde o porque subieron en ruta, estos afortunados lograron escapar del incendio devastador que consumió el vehículo donde viajaban.
Siete de ellos resultaron heridos, pero solo uno salió completamente ileso de aquella noche oscura. Este pasajero, que tuvo la fortuna de sobrevivir sin un rasguño, fue el primer testigo en hablar con la Policía y los medios de comunicación. Su relato fue crucial para reconstruir los momentos previos al desastre y entender cómo la suerte y rapidez de reflejos salvaron vidas en medio del caos.
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“Yo viajaba en la penúltima fila del ómnibus y, como generalmente no duermo, pude ver cuando chocó. En segundos hubo un gran ruido y unas lenguas de fuego que alcanzaban los 30 o 40 metros. Atiné a romper las lunas y saltar del ómnibus que comenzaba a arder en llamas”, relató el sobreviviente al diario Decano. Su nombre era Daniel Monteza.
Otros protegidos por Dios o el destino fueron: Betty Pradinet Olivares, de 53 años, Grasilda Rodríguez Lomas, de 37 años, Antonio Gutiérrez Saravia, de 44 años y Percy Mateo García, de 35 años. Los tres primeros fueron dados de alta, puesto que solo sufrieron algunas contusiones y golpes; sin embargo, el último, Percy Mateo debió ser evacuado al Hospital Dos de Mayo de Lima.
El octavo superviviente fue Juan Mejía Sánchez, de 64 años, el conductor del camión-cisterna, cuyo estado obligó a los bomberos a evacuarlo al Hospital Daniel Alcides Camón del Callao, donde se recuperó de sus graves quemaduras que cubrieron el 15% de su cuerpo, indicaron los médicos.
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El ileso Daniel Monteza relató a la Policía y a la prensa que un poco antes de partir de la agencia de transportes Costeño, en Lima, el chofer del bus Anatolio Aquije Chacaliaza reclamó airadamente al administrador diciéndole que él ya había hecho su “segunda vuelta”, pero ahora le exigían una “tercera vuelta”. “Es un verdadero abuso”, fueron sus últimas palabras.
Los padres de otra víctima, Cristhian Torres Bautista, de 28 años, ayudante y cobrador del bus, afirmaron que la empresa de transportes Corteño era muy abusiva. “A mi hijito lo obligaban a viajar muy seguido y a veces sin descanso”, denunciaron.
LA TRISTE CONDICIÓN DE LOS RESTOS HUMANOS
Hay una declaración que la agencia France Press registró del coronel Wilfredo Gonzales, jefe de la División Policial de Cañete, quien estuvo en la escena trágica. Este oficial señaló: “No ha quedado nada, el vehículo era igual que una sala de cremación”, y con ello dejó en claro el nivel de calor que se había vivido en segundos y que no dio opción a salvarse a los 20 pasajeros fallecidos.
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Se supo que, durante los primeros minutos del accidente, y pese a estar la Policía en el lugar, fue imposible acercarse al bus en llamas. El motivo: la posibilidad real de una explosión de la cisterna, la cual contenía una enorme cantidad de gas licuado de petróleo.
Los oficiales de la Policía fueron muy locuaces para describir el cruel escenario. El comandante PNP Jesús Robles dijo: “Los cuerpos están completamente calcinados, es una película de terror. Solo se ven los cráneos, algunos huesos”, dijo a una agencia de noticias.
Al llegar a los 1.200 °C de temperatura, algunos de los 20 cuerpos solo serían identificados mediante exámenes de ADN. Las intensas llamas habían consumido incluso las “piezas dentarias”, por lo que era imposible realizar los odontogramas.
Trabajaron en la zona del desastre varios grupos forenses llegados desde Lima, así como agentes del Departamento de Criminalística de la PNP. Colaboraron odontólogos, antropólogos y biólogos. Pasaron las horas, y El Comercio fue registrando algunos nombres de los fallecidos.
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Niños, jóvenes, adultos y adultos mayores estaban en la lista fatal, como los esposos Giuliana Barrios Saravia, de 34 años, y Alfonso Martínez Arteaga, de 39 años; Raquel Tercera Hernández de Chang, de 44 años y Alejandro Chang Chung, de 55 años. También Luisa Gonzales Zambrano, de 27 años y su hijo Jorge Córdova Gonzales, de cinco años. Otra víctima que se confirmó al día siguiente del accidente fue Francisco Pradinet Vasconzuelos, de 78 años, el mayor de todos.
El miércoles 15 de abril de 2009 se fueron confirmando otros fallecidos: Juliana Barrios Saraya, de 34 años, y miembros de una familia: la madre Blanca Yataco de Valenzuela, de 59 años, la hija Blanca Mamani Yataco, de 19 años, quien estaba embarazada de ocho meses, y el hijo de esta, Emiliano Vizerrel Mamani, de 2 años.
Con el paso de los días se fueron confirmando otros 10 nombres de las víctimas; tres de los restos humanos debieron pasar por exámenes más exhaustivos de ADN, debido al estado en que quedaron los cuerpos.
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En un inicio se dijo que hubo 18 fallecidos, pero el Ministerio Público confirmó luego que fueron 20 las víctimas mortales del terrible accidente de Cañete. La mayoría de los cuerpos fueron enterrados en los cementerios de Chincha y Pisco, debido a que las víctimas provenían de esas ciudades, al sur de Lima.
Otros accidentes terribles de carreteras sucederían ese 2009, pero ninguno dolería tanto como el que los peruanos vivieron desde la noche del 13 de abril de ese año. La noche en que un bus se convirtió en una bola de fuego.